Aprender quién manda
Jacinto llegó
agitado a la casa del patrón. Vino casi al trote porque este lo llamó para pagarle el jornal. Los eucaliptos
que la rodeaban por el oeste, todavía no ocultaban al disco de fuego que hoy
tanto azotara a la peonada mientras limpiaba los restos de la trilla; el sol lo
encandilaba, la casa de su patrón parecía rodeada de agua; tampoco divisó que
don Fernando le salía a su encuentro.
–Buenas,
Jacinto. Arrimate, acá a la galería, que tenemos que arreglar cuentas –escuchó
decir al patrón con tono apaisanado–. Siempre
se hacía el campechano cuando estaba por soltar alguna exigencia;
corrientemente hablaba igualito a los de la ciudad.
Una palmada
en su espalda confirmó que estaba al lado, recién ahí reconoció su tan familiar aspecto de gringo poderoso.
Apurado, se sacó el gorro y bajó la cabeza retribuyendo:
–Buenas
tardes patrón, a sus órdenes.
–Sentate. Le
arrimó una silla de paja, mientras descargó su corpulenta humanidad en un
sillón hamaca, ordenando a la sirvienta que alcance un vaso de agua para él.
–Vamos al
grano muchacho— y, acariciando su cabeza calva, se lanzó directo:
– Mirá, no te
voy a pagar lo pactado. Esta vez, va a ser la mitad de lo que te dije: en vez
de $ 500 te voy a dar $ 250.
–Don, pero yo
le cumplí con todo lo que me pidió– acotó Jacinto molesto.
–Tranquilo,
vamos con calma: –Vos cumpliste, pero estuve viendo que se te pasaron algunos
detalles que restan valor a tu trabajo. A eso se le llama falta de eficiencia.
—Dejé a mi
pibe, que lo tengo conmigo aprendiendo el oficio, terminando una parcela chica
en la otra punta, pero lo demás está todo.
–Bien, está
todo lo grueso, pero estuve viendo que los alambrados no quedaron tensados como se necesitaría.
–Don
Fernando, es que los alambres están muy viejos. Si los tenso más, se van a
cortar y reponerlos sale muy caro.
–No,
muchacho, se tratar encontrar el punto justo. Vos tenés los brazos muy duros por
este trabajo, y podés pasarte de fuerza. Entendé, por el bien de ustedes. Si el
alambrado queda flojo, se escapan los animales de la aguada, y ese capital que
pierdo no me permite pagarles a tiempo o tomar más gente.
–Justamente
en la aguada fue donde más me fijé– dijo mortificado el peón.
–No alcanza.
Vení, seguíme que te muestro otro detalle. Y, alzándose del sillón calzó en sus
hombros una mochila de la que pendían dos mangueras de unos 6 mm de diámetro y
se encaminó hacia el campo, llevando a Jacinto del hombro– Esto es tecnología
manual, ya vas a ver. Fijate la maleza.
–Sí, pero yo
desmalecé todo a mano con la asada, metro por metro– Se defendió levantando la
voz.
–Mucho
trabajo, Jacinto, pero siempre alguna matita queda. Una alfombrita que pronto
es yuyal nuevo– y en ese momento se deshizo de la mochila arrojándola lejos,
sacó del bolsillo una caja de fósforos, encendió uno tirándolo sobre el camino
húmedo que vino dejando– ¡Corramos, tenemos que alejarnos!- Gritó.
Así lo hizo Jacinto,
deteniéndose a pocos metros mirando para atrás,
agarrándose la cabeza: un camino de fuego desenfrenado invadía con sus
llamas las pilas que él había amontonado a los costados del campo. Un grito de
espanto y furia se le escapó:
– ¡Mierda!
Así no hace. El fuego mata todo y llega a nuestro rancherío. Usted, no sabe lo
que es eso.
– ¿Vos decís?
Pero deja todo limpito y listo para empezar con el trabajo de las sembradoras.
La soja quiere espacio y hay que darle el gusto; ella da más de lo que el fuego
arrasa –y agregó con sorna–:
– Claro, no lo sabés porque tenés poca
escuela, para eso te enseño.
– ¡Patrón!,
¡patrón!– se escuchó un grito desgarrador– el señorito sacó el tractor con el
acoplado con el rastrojo para alejarlo de las llamas y...– Se cortó cuando vio
a Jacinto. Era otro peón el que avisaba.
– ¡Mi pibe! Quedó
descansando del sol bajo el acoplado– se quebró Jacinto ya en carrera.
–Para,
Jacinto, mantengamos la calma–. Y lo retuvo
sujetando su camisa. –Ya voy para allá. Respecto de la paga, por esta única
vez, quedamos en $400.
– ¡¿Para eso
me demoró?! ¡¿No entiende que solo me importa mi hijo?! –gritó sin filtros.
–Si no lo
hago: ¿Cómo vas a aprender quién manda?– respondió impostando un tono persuasivo,
con los brazos en jarra don Fernando:
–Ya iré. No pasará nada–. Y siguió contemplando
el fuego con placer.
Jacinto,
despechado se alejó a la carrera, vociferando insultos. A lo lejos divisó el
bulto confuso de la peonada envuelta en llanto compartido, que
lastimosamente repetía una exclamación
común:
– ¡Está
muerto! ¡Las ruedas del acoplado lo desarmaron!
– ¡Al carajo!
La vas a pagar gringo maldito, vos y tu señorito
hijo– El señorito, en tanto, se montó al tractor sin dar
explicaciones, retirándose.
Desde lejos,
celular en mano, el patrón anunciaba que ya venía una ambulancia y en el
hospital lo esperaban dos dadores de sangre.
– ¿Qué
sangre? ¿La que nos exprimís?– Jacinto gritó, haciendo bocina con sus dos
manos. Sabía que su ira, no solo le quitaría un hijo: sin escuela, pero no
necesitaba que le enseñen quién manda y decide sobre la vida y la muerte de los
otros.
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